vía La Nueva
en la foto Natty Petrosino
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La abuelita Benita saca de los placares nuevos un pan dulce y lo abre despacio, prolija, cariñosamente, con esas manos robustas de arrugas y venas.
--¡Esta es la verdadera comunión! --grita Natty.
La abuelita Benita también destapa una bebida cola: quiere festejar la inauguración de su casa.
--Nadie la merecía más que ella --dice Natty.
--Pura salamera --responde una voz casi inaudible.
La abuelita Benita tiene 75 años y siempre vivió en un rancho de olor musculoso, apenas iluminado por los espadazos de luz solar que quebraban las paredes de barro. Nunca sola: la acompañaban lauchas, víboras, hormigas, moscas, vinchucas. Y el perro Ñoño, hasta que lo asesinó una culebra.
Y un tiempo la acompañó un hombre, que era su hombre, el padre de los tres hijos que se le murieron. Pero cuando la abuelita Benita dijo basta, se acabó, no más sufrimiento, no más hijos porque se me mueren, no más sexo, el hombre le empezó a pegar. Y le pegó hasta que un día se cansó y se fue para siempre.
--Pura salamera, nomás. Linda es la casa. Voy a dejar de sufrir muy mucho los fríos --susurra la abuelita Benita. Y para rezar con su boca ayuna de dientes se saca el pañuelo agujereado de la cabeza y quedan a la vista los pocos hilos plateados que le quedan. Con suerte llega al metro y medio. Y a los 40 kilos. Usa un pantalón de gimnasia jubilado y zapatillas remendadas. Y sus ojos, se ve, han visto demasiado sufrimiento.
--Es como un ángel --dice Susan.
Blanca y Zulema le ayudan en la mudanza del rancho a la casa. Ya acomodaron los roperos de cajones que pintó Tom, dos baúles de cuando nos invadieron los ingleses, una cama de hierro carcomido, dos sillas diminutas y la mesa con las migas del pan dulce que ahora la abuelita Benita junta y come para ordenar todo muy mucho.
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