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lunes, mayo 14, 2007

Moebious

Por Érculo

Yo tenía 13 años. Mi hermano 15. Pero yo medía 50 centímetros más que él y ya tenía el pecho más grande que Rusia. El me había enseñado muchas cosas y yo recién le empezaba a saldar las cuentas defendiéndolo de los demás. Su físico era muy débil. Quizás era cuestión de esperar un poco más que llegara el estirón. Pero no hizo a tiempo. Porque murió. Todo mayo estuvo en el hospital. Todo abril se había estado desmayando. En marzo, un compañero de escuela casi lo mata. En junio, yo maté a ese compañero de escuela. Lo guardé unos días y después lo llevé al cementerio. No para enterrarlo. Para que se disculpe. Habría podido demoler el muro, pero por respeto salté. La noche estaba muerta. Lunes, mucho frío, ya martes. Antes de trepar, arrojé el bulto al otro lado. Miré la pared y a mi hermano contándome la travesura de su amigo. Lo convenció porque ya lo habían hecho varios y el que no lo hace se la come. Había que cerrar los ojos, respirar hondo y dejarse tocar una parte del cuello, cerca de la nuez. El hijito de puta éste era el que conocía el lugar exacto. Mi hermano perdió el conocimiento, como todos, y después lo recobró. Una visita a la muerte. Pero mi hermano los asustó. Porque en vez de cuatro segundos tardó un minuto en volver. Después vinieron abril y mayo. Salté y volví a alzar al hijito de puta. Pesaba un poco. La gravedad, después, parece, aumenta. Por las calles del cementerio no había guardias ni perros ni murciélagos. Llegué hasta la tumba de mi hermano. Con la ayuda de algunas piedras articulé al hijito de puta para que quedara de rodillas. Pedíle perdón dije y le pegué un bifecito en la nuca.

lunes, mayo 07, 2007

Moebius

Por Érculo


Salgo de la séptima entrevista, en la consultora. Hasta la sexta parecían contentos conmigo. La séptima es la del examen psicológico. Le dije que podría usar lo que sé de memoria con las manchas y con el dibujo del tipo con paraguas pero que me abstengo. Me preguntan por qué. Le digo que está en cualquier decálogo para conseguir trabajo. Dice que eso no responde a por qué no lo uso. Le digo que para mí sí responde. No apruebo el examen. Recién. Vengo de no aprobarlo. En la avenida Córdoba el paso lo tienen los autos pero podría cruzar. El tráfico está detenido. No cruzo. Tengo el impulso de hacerlo hundiendo capots. Pero no cruzo. Alguien me chista. La vi pero sigo quieto. Me chista. No me habla. Giro la cabeza y entonces habla. Dice al cordón. Sonrío, exhaló y continúo, en la calle, quieto. Repite al cordón señor. Le digo que por qué no arranca desde la base y, pasando con fruición por cada uno de los testículos, se encarama hacia el glande en virtud de chuparme toda toda la pija. De la nada, o de las alcantarillas, surgen otros cuatro de la guardia urbana que la secundan. Tres machos y una hembra. Los distingo apenas por el rabillo del ojo. El semáforo da paso ahora a los peatones, pero nadie cruza. Yo tampoco. Cabezas se asoman por ventanillas. Me doy vuelta y digo a la multitud expectante: puto y puta se diferencian más que gordo y gorda; no obstante, todos los de la guardia urbana son putos y todas las de la guardia urbana son putas. El semáforo da luz a los autos. Todo sigue quieto salvo el dedo de un macho petiso que maulla auxilio por handy. No te guardo rencor, le digo a la hembra, pero no vuelvas a indicarme qué hacer de mi vida sin antes sacarte el uniforme. Una sirena suena breve. Dice acá estamos. No vamos en camino. Ya estamos. Pero el tráfico sigue atascado así que los agentes se bajan y zigzaguean entre los autos como pacmans. Me dan tiempo para regalarle dignidad al petiso maullador. Lo alzo de la nuca y le hundo la nariz. Eso habría justificado el pedido de auxilio. Y esta paliza que empiezan a propinarme.

lunes, abril 30, 2007

Moebius

Por Érculo


La diplomacia no funciona. La única salvación es saber matar. De susto o literalmente. No es en la guerra eso de tu vida o la de tu enemigo. Es así siempre. Entré al local y le dije que el arreglo del botón del celular había vuelto a ser un fracaso. Se lo dije así. Fracasaste de nuevo. Me dijo que de nuevo no. Porque la primera vez lo había arreglado el socio. Me lo dijo viniendo hacia mí con prepotencia. De costado pero con prepotencia. Venía de costado porque el local era anoréxico. Me dijo que ese arreglo no tenía garantía. Me dijo que el socio le había dicho que yo mentía y me hacía arreglar un botón distinto cada vez. Mentira. Yo no mentía. Ya que estaba de costado le aplasté la cara en el mostrador. Una lámpara dio un chispazo y se oyó el ruido de un componente suelto clavándose en su mejilla. Le agarré el pulgar y primero se lo quebré y después le mostré cómo no andaba mi botón. La china que cobraba el locutorio empezó a chillar. Alcé en vilo a mi hijo de puta y amagué a tirárselo encima. La china retrocedió. Mi hijo de puta seguía hablando. Se le había deseteado el castellano porque no se le entendía nada. Pero supuse que todavía no me daba la razón porque había algo de amenazante en su ojo. En el ojo que me miraba. Se lo hundí con mi pulgar. Cuando paró de gritar de miedo le dije que eso era andar. Mi pulgar, en su ojo, andaba. En mi botón, no andaba. Agarré un celular nuevo y le pregunté si estaba desbloqueado y listo para usar. Me dijo que sí. Me guardé el mío en el bolsillo y me quedé mirando el nuevo, paseando por las opciones, un minuto. Mi hijo de puta se quedó quieto. Yo todavía estaba un poco cargado. Así que agarré el celular y, como antes con mi hijo de puta, amagué a tirárselo a la china, que se cubrió la cara con las antebrazos en cruz. Ya me dio gracia. Y calma. Cerré el celular nuevo, lo guardé y sentí el ruido de la abundancia al chocar con el antiguo. Me fui. Plaza Once era un hervidero de gente resentida.