miércoles, diciembre 17, 2008

Mitad de cancha

noviembre de 2008



A la memoria de Oscar Tiano

El otro día se murió un tipo. No era un tipo que conocía.
Se murió justo enfrente de mis ojos. Ponele que estaba a unos 20 metros. Se puso mal, se estiró en el aire parado sobre su dedo gordo y cayó redondamente al piso. Apenas cayó supuse que estaba haciendo teatro para simular que le habían pegado. Estaba jugando un partido de fútbol bastante caldeado y no es raro que algunos jugadores se hagan los muertos o los actores para sacar ventaja. Encima lo habían amonestado por juego brusco. El Fair Play arruinó el fútbol; ahora los tipos cada vez se caen más seguido al suelo. Sean profesionales, brutos de 50 años o pendejos adictos al paco, siempre la misma cantinela. Sin embargo, este tipo no solo se cayó al piso. Se murió. Frente a vos o entre vos y 20 metros de distancia. 
Acostumbrado a leer sobre fatalidades o mirar películas tremebundas me creía lo suficientemente apto para sobrevivir a semejante acontecimiento.

-Se cayó un tipo.
-¿Le pegaron?
-No, se cayó solo.

El otro día se murió un tipo. Sí, ya lo dije. Y por más que lo repito no puedo entenderlo. No puedo entender que un segundo antes de que se cayera al piso ese tipo estaba pensando en la estrategia para hacer un gol al contrario o la parte de la pierna donde pegarle al de colita roja porque ya lo tenía harto con sus pisaditas y sus jugaditas de sobrador.
Ponele que nos pongamos románticos y pensemos que todos tenemos un cofre bien adentro de nuestros corazones. Un cofre valiosísimo e inquebrantable que custodia nuestras almas. Que nada ni nadie puede ver en su interior. Ni uno mismo. Pero que sabemos que está ahí. Sabemos que hay que cultivar ciertas caricias al cofre para que se mantenga en forma. Bueno, el otro día, cuando se murió el tipo, todo lo que había en ese cofre, desapareció frente a mis ojos y no lo pude ver porque no me di cuenta de lo que estaba pasando porque yo mismo estaba acurrucado envolviendo mi propio cofre del temor que me daba toda la situación.

Había más de 60 personas mirando el partido. No era el único. Unos gritaban a favor de un equipo, a favor del otro; varios preparaban el fuego en las parrillitas alrededor de la cancha para comer un regio asado y el resto de la gente tomaba cerveza. Cerveza rubia, de la que te hace doler la cabeza.
La gente que toma cerveza para que le duela me da una envidia terrible. De a ratos quisiera abrazarlos. Ponele que me gustaría darles amor. Pero en otros momentos me dan ganas de patearles la cabeza. Para que les duela en serio. Porque si querés que te duela la cabeza, papá, yo te voy a dar lo que querés. El otro día, mientras un tipo se moría en una canchita de fútbol, tenía ganas de patearle la cabeza a mucha gente. A mucha gente a mi alrededor. No me importaba si eran amigos o mujeres. A los únicos que miraba con ternura eran los chiquitos que pateaban una pelota de goma al grito de ¿hacemos de cuenta que vos sos Tevez y yo Messi?

Pasados quince minutos ya se podía distinguir cómo le hacían respiración boca a boca ya que habían desalojado la cancha y dos o tres personas que se suponía tenían experiencia médica lo estaban atendiendo como si fuera la guardia de un hospital. Uno trajo unas diez pajitas de plástico porque quisieron improvisar una traqueotomía tercermundista. Otros dos se agarraban la cabeza y se arrancaban los pelos sin vergüenza, sin entender. Otros tres llamaban de sus celulares pero no los podía oír. El aire soplaba un murmullo ensoñador, el mantra de la ambulancia ausente, que las 60 personas alrededor de la cancha se habían unido para cantar.

Hice como que mandaba un mensaje de texto y, con mi celular, saqué unas fotos del tumulto de gente que estaba parada alrededor del tipo que se iba muriendo de a poco.

Ahora me la paso revisando esas fotos. Son tres. Ninguna de las tres se ve muy bien. En ninguna se ve cómo se le escapa el alma del cofre al tipo en el medio de la cancha. En cambio, se ven varias personas paradas en una posición incómoda, como si estuvieran a punto de arrancar un pique. Las diez o doce personas que justo aparecen en las tres fotos que saqué tienen algún vínculo conmigo. Ver esas tres fotos, una y otra vez, no solo me provoca un extraño dolor y penosa curiosidad por mis amigos sino que también me recuerdan el momento exacto de la discusión que estábamos teniendo. Una foto viva.

-Si yo soy la familia del tipo les hago cerrar este lugar.
-¡Cómo no van a tener una ambulancia! ¡Qué hijos de puta!
-Para mí que no jugamos más acá.
-No deberíamos, por lo menos.
-¿Quién lo conoce? ¿Cómo se llama?
-A mí me parece que murió en su ley.
-Murió de la bronca, qué decís.
-Peor hubiera sido sufrir seis meses en terapia intensiva todo entubado.
-No es lo mismo.
-No, pero acá, con todos los amigos. Flor de regalo.
-Yo me traumo, te juro.
-¿Vino solo?
-Pensá que le dijo a la mujer ‘voy al fulbito y vuelvo, vieja’ y el tipo está ahí tirado.
-Sí. Si yo soy de la familia los hago encerrar a todos. Y a ustedes también, por cómplices.

El tipo había quedado justo adentro del círculo central. Le habían quitado los botines y podías ver sus pies pálidos aunque no mucho más porque era lo único que no tapaba la gente que lo rodeaba. En un momento crítico, cuando aumentaron los gritos de desesperación, que no se entendía lo que decían, le quitaron la camiseta. Había uno, con anteojos, que le pegaba en el pecho. Lo quería resucitar a los golpes. Había otro, arrodillado a la altura de su cabeza, que le hacía respiración boca a boca. Había una señora con una remera roja y calzas negras, que les indicaba a todos qué hacer. Menos al de anteojos que le pegaba en el pecho. Trataban de alejar a los curiosos afuera de la cancha o llamaban por su celular a vaya uno saber quién. El más tatuado que vendría a ser el más teñido y el más arquero de los que rodeaban al tipo en el centro de la cancha se levantaba a cada rato y se agarraba la cabeza. Pero no lloraba ni puteaba ni decía nada raro. Solo eso. Se levantaba y se agarraba la cabeza con el típico gesto de impotencia que uno hace aunque no quiera hacerlo. Se había quitado la camiseta de arquero para darle aire al tipo apenas había caído al suelo pensando que se trataba de un ligero desmayo.
Podías ver un tumulto de gente arrodillada o agachada como si hubieran tirado un moll de rugby.
El tipo se estaba muriendo y la tarde soleada detenía el tiempo de un hachazo. Porque hasta ese momento “estaba muriendo”. De atrás del alambrado, como estábamos nosotros, solo podías esperar. Esperar que llegue la ambulancia, esperar que llegue la policía o esperar que despierte. Había que esperar y nadie sabía ni cuánto ni cómo ni dónde.
Cuando guardé la cámara del celular escuché que un tipo murmuró mirale los pies y yo le miré los pies. No porque me dijeron que lo hiciera sino porque entendí de qué se trataba. Tenía los pies estirados en forma de V corta y arrugó los deditos. Formó una cuña con los deditos de sus pies, como queriendo clavarlos en su misma planta, arrugarlos o fracturarlos y se mantuvo así durante 3 segundos.

Tres segundos, entendés. Tres segundos durante los cuales vos perdés el contenido de tu cofre. Tres segundos durante los cuales deben pasarte todas las imágenes de tu vida por la cabeza. Una torrencial lluvia de imágenes que te invade el cerebro y te lo vacía.

Eso nos entristeció. Muchísimo. Porque a pesar de los gritos y los salvalo salvalo que se va, la gente alrededor de la cancha había entendido lo que no entendieron sus salvadores bombeando su pecho; que ya estaba muerto. Que en esos tres segundos en los que arrugó los deditos de sus pies, el tipo que estaba tirado en el centro mismo de una cancha soleada se había muerto. Se había muerto para siempre, entendés. No habían pasado ni veinte minutos desde que había puteado porque le habían hecho un gol a su equipo. Una puteada que le generó un dolor en el pecho. No hacía más de veinte minutos que había más gente en el centro de esa cancha. Uno más.
A sus salvadores improvisados no les importó que se haya ido. Le seguían pegando en el pecho y, para cuando vino la ambulancia, le querían inyectar adrenalina en el corazón. Demasiada TV, pensamos con nuestra cara triste. Demasiada TV. Tenía la panza hinchadísima. Le seguían respirando boca a boca y se la estaban inflando tanto tanto que parecía a punto de explotar.

-El hombre muerto y embarazado, parece.
-Callate, boludo. Eso es porque ya se murió hace rato, no ves.

Encima después me enteré que no lo quería nadie. Más de uno se guardó la opinión del finado cuando se le preguntaba si lo conocían o si sabían de su frágil condición. Hubo un silencio incómodo. El viento parecía decir que estaba bien que se haya muerto.
Nunca le desee la muerte a nadie. Pero ahí, más de uno que se la deseó, tuvo que cerrar el pico y volverse a su casa con la amargura a cuestas.


Me volví con un amigo. Me trajo en auto. El viaje era largo. Larguísimo. Como de 40 kilómetros. El 205 de mi amigo Marcelo había puesto música para que nos olvidáramos del asunto pero casualmente se terminó el cassette cuando le comenté del episodio de la pelota.
-¿Te avivaste de lo que pasó antes?
-No, ¿qué?
-En la jugada anterior al gol, el tipo que murió pateó al arco y la pelota rebotó en un alambrado detrás del arco. Cuando el arquero la agarró se dio cuenta de que la pelota estaba pinchada.
-¿El tipo pinchó la pelota?
-En la jugada anterior.
-Nah.
-¿Y sabés quéotracosa?
-¿Qué?
-Grabé un video con el celular. Mientras lo están atendiendo, justo cuando llega la ambulancia y entran el tubo de oxígeno con el botiquín lleno de adrenalina.
-Me estás jodiendo. Sos un hijo de puta.
-¿Querés verlo?


***