jueves, mayo 26, 2011

Cicatrices

una historia, un libro
una presentación




Cuando lo conocí a Enrique Winter, tenía miedo. Un miedo extraño, un poco inguinal, un poco cerebral y un poco muscular. El miedo inguinal me nacía en la vejiga porque me estaba meando. Me estaba meando hacía unas horas. Venía de “comer la once” con Fernando Ortega quien, muy gentilmente, me había acompañado a la terminal de ómnibus de Santiago de Chile y, después de un par de horitas de viaje hacia Valparaíso, tenía una cantidad de agua sobrante en mi cuerpo que, si no me equivoco, me hacía temblar las manos. Era domingo, había anochecido, hacía un calor de enero y yo apenas recordaba que Enrique tenía rulos. Y ahí radicaba mi miedo cerebral, podríamos decir. Lo había conocido el viernes anterior, en un taller que ya no se hace más y se había tenido que defender con capa y espada de unos violentos ataques a su poesía, a su origen, a su concepción de la literatura y hasta a su propia visión del mundo. Ojo, había respeto tanto en la violencia del ataque como en la espada del defendido pero eso, en mi barrio, se llama “buscar roña” y en ese taller, a Enrique, lo estaban buscando pero no lo podían encontrar. Para colmo había alcohol en la mesa. Y es por esa razón que olvidé su rostro. Entonces, llegué a Valparaíso y, al mirar los cerros por entre los cuales se perdían las callecitas de la ciudad me agarró el miedo muscular. Ver que todo Valparaíso es empinado, hacia arriba, sin pausa ni rampas, puros escalones, me dio un miedo bárbaro. Viajaba solo, por primera vez en mi vida salía del país y acaba de terminar una relación. Tenía unos pesos chilenos en monedas así que llamé por teléfono al celular de Enrique. En Chile se puede llamar desde un teléfono público a un celular con el valor del importe mínimo… y al que recibe la llamada no le cobran un centavo.


No sé, fijate.




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