(dedicado a Pedro)
Leyendo en época de inscripciones y escapando un poco a la rutina en este día de diluvio, me encontré con un texto muy bueno. Debo decir que la sinceridad con la que escribe el narrador me inspiró para este apurado post.
Desde mi juventud, siempre adoré la pelota (balón, bola, bocha, redonda) con la cuál tuve mucha suerte en un principio. Con la personalidad autista, seria y aburrida que me caracterizaba, tenía un salvoconducto que era el fútbol en el barrio.
De joven empecé atajando en el barrio en el que vivía: Barrio Don Orione en Claypole allá por el partido de Almirante Brown, sur del Gran Buenos Aires. Hoy es un antro de drogadictos y delincuentes que tiñen el barrio de violencia desmedida. Igual, sigue siendo una massa pero ya no voy por ahí. Hay un tipo que trabaja en la imprenta de la UBA que vive en ese barrio y cada vez que lo cruzo le pido que me cuente alguna anécdota.
Lo cierto es que atajaba porque no me querían pasar la pelota. Una mierda. Porque a mí me asustaba la pelota. "No vale de puntín", gritaba después de algún gol. Pero no me quedaba otra, era la única forma que había encontrado para tener amigos. Con el tiempo, la envidia a los que hacían goles o armaban jugadas fue creciendo y se transformó en una cosa amorfa pero vehemente; tangible. Quería jugar a toda costa no ya en el arco: lo sentía degradante atajar. Entonces, un día, empecé a jugar.
No me fue tan mal. Tenía cierta habilidad. En el secundario, en Devoto, los mejores jugadores eran de medio pelo. Entonces no quedaba tan mal parada mi gambeta. Así fue que comencé mi nueva carrera: la del creador. Por esa misma época empecé a jugar en el Deportivo Español; primero en la "escuelita" y después en las inferiores. Mi entrenamiento fue cada vez más duro y mis ganas de jugar por despecho se habían transformado en ansias de gloria inacabada: el gordo Palma me había dicho que si quería llegar, debía cambiar de posición porque no tenía pasta de 10, pero que podía seguir jugando de enganche si quería.
Y tenía razón. La pasta la he visto en otros chicos que manejan los partidos, los tiempos y la pelota con una indiferencia que asusta. Asusta cuando uno compite contra ellos. Y a mí me tocó competir, pero como decía el gordo Palma, el mejor entrenador que tuve en mi vida; me faltaba pasta y a esos pibes no.
Así llegué a mis tiernos 17 pensando en qué mierda hacer; jugar para safar o darme cuenta que lo mío era otra cosa. Noches enteras sin dormir pensando. ¿Y si no es fútbol, qué hago?
Y lo curioso fue que todas estas inquisiciones quedaron registradas en diarios personales. Entonces me dí cuenta: era un bicho muy pero muy raro. "¿Escribís? ¿Y de qué escribís?", me preguntaba siempre Walter Cisternas (un ocho con unos huevos más grandes que los de King Kong que al dejar embarazada a la novia tuvo que dedicarse a estudiar para profesor de educación física). "No sé de qué escribo pero me gusta y si pudiera me la pasaría escribiendo", contestaba siempre.
Con el tiempo vino la facultad por exigencia familiar (bicho más raro aún porque había decidido fracasar con Ciencias Políticas) y de un día para el otro mi cabeza estaba girando. Pesada, lenta y con básicas ideas que surgieron de plagiar a mis docentes o mis amigos inteligentes con el solo fin de conquistar chicas comenzaron mis historias "fuera del fútbol". Tengo miles de cancha y vestuarios. Pero en la calle arranqué un poco más tarde.
Una tarde de otoño, el sub 17 de Pekerman (en aquella época un total desconocido) nos desafió a un partido amistoso en una cancha de tierra en Villa Madero. Nuestro equipo se había hecho famoso entre los especialistas de fútbol juvenil. En la cancha corríamos como si fuera la última vez y con una calidad que asombraba. Eramos como el primer libro de Osvaldo Lamborghini o "Igor" de Federico Levín en estos días. Unos virtuosos ignotos.
Esa tarde, decía, me esguincé la rodilla y ciertamente abandoné el fútbol. Lo dejé en el reposo obligado de un mes que sufrí a manos del Traumatólogo. Mirar la tele y llorar. Mirar la tele justo en el mes del mundial 98. Francia y la re puta que te parió. Bronca. Seguir los partidos (todos) y hacer notas de jugadores, reseñas de partidos, estadísticas, elegir estrategias, pensarpensarpensarpensarpensarpensarpensarpensarpensarpensar. Una desgracia. Una desgracia.
Hoy los jueves juego. Volvía a jugar después de 1 año de no moverme. Tengo una venda que me cubre la rodilla y un poco más. Atajo. Hago lo que debí haber hecho siempre: jugar con los amigos para cagarme de la risa. Y de a ratos, cuando se arma una buena jugada, cuando uno mete un gol imposible (por el ojete que tiene o por el virtuosismo de la jugada) me da rabia. Una rabia sana de la misma categoría que la envidia sana. Esa que grita "buena nene" o "así así que ya va a llegar". Y me acuerdo de cuando quise otra cosa.
Pero al toque lo recuerdo bien y me enrosco pensando cómo mejorar el cuento que escribí anoche que es una cagada. Con tanto para corregir ¿quién tiene tiempo para ser un profesional del fútbol?
4 comentarios:
muy buena funes! y también a veces uno corrige jugadas mentalmente. "si la hubiera enganchado para adentro..."
¡Uh, de esas hay a patadas!
buena funes !
hasta el diego corrigió la jugada en su gol a los ingleses, siempre cuenta q en un partido años antes definió distinto (hacia adentro) y le cagaron el gol, q su hermano el turco le aconsejó resolver hacia afuera y así lo dejó tirado a shilton
salu2
¡Qué razón que tiene Loyds!
Es buenísima esa anécdota. Creo que es el mejor ejemplo de las que prueban el axioma:
El fútbol da revancha
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