sábado, marzo 20, 2010

Natalia Flores



No soy Van Gogh ni Susanita.

Perdí a mi padre que era todo. Mi capital y mi deuda, mi oponente, mi aliado, la única persona que podía darme la felicidad en la mano o con una sola palabra.

Dejé el alcohol y los amantes. Las drogas que me hacían colgarme de los puentes. El café y los cigarrillos.

Hay días en que quisiera haberle regalado mi casa al linyera de la esquina y salido a buscar la vida. Haber tenido diez hijos en vez de uno para permanecer en la feliz anarquía del desborde. Días en que hubiera preferido estudiar publicidad, abortar, casarme bien, tener muchísima plata. Que no me importe la ceniza en la alfombra ni quemar billetes de cien. Como a los millonarios, como a los delincuentes juveniles.

Me quedan los libros. El fuego, el calor de establo, los libros, dormir abrazados, hacer la tarea y los libros.

Cuartos con espejos, selva urbana y de la otra, desiertos, efritas insaciables, gitanos, rivales de la muerte concebidos por hombres que a veces no regalaban sus casas, hombres algunos que no cambiaban de mujer todas las noches. La vida de esos hombres me consuela con la expectativa seguramente falsa de que un día voy a ser como ellos. Las criaturas que engendraron me completan.



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