Ricardo Gutiérrez 909
La nena, de unos nueve años, corrió desde el mostrador de la cafetería hasta mi asiento. A mi lado estaba su padre, un gordo de mirada traviesa con unos pozos en la cara que le brillaban como si le hubieran pasado una pulidora por los cachetes.
Me habían dicho que fuera temprano a Retiro. Con el calor que hacía era buena idea disfrutar del ambiente climatizado. Los servicios son una mierda, me dijeron; así que fui temprano.
La mujer del gordo era una treinteañera de pechos siliconados y buenas piernas. Llevaba una pollera bordó hasta las rodillas que por la cintura se ajustaba sensualmente y sacudía con histeria y una remera blanca ajustada con un obvio escote que mostraba su piel anaranjada. La nena tenía los rasgos de la madre por lo que repensé que el gordo no sería el padre sino un tipo con mucha guita y la nena una nena con un futuro asegurado.
El gordo pulido este, mientras leía el Ámbito Financiero, hacía unas muecas estúpidas con los labios y un chasquido con la lengua que me parecían obscenos. La nena se apoyaba en sus rodillas y le hablaba de las facturas que había en la cafetería para que se decidiera por alguna. Mientras hablaba, su cuerpito giraba en círculos o se agachaba sacando la cola. Estábamos los dos de pantalón. Ella muy corto y yo de bermudas. Acerqué mis rodillas al ángulo de giro sin que el gordo pulido se diera cuenta. Me recordaba a mi abuela diciendo “aha” sin quitar la vista de lo que estaba haciendo. Vieja puta.
Nos rozamos tres veces. La nena se agachaba o giraba y me rozaba los pelos de las piernas o la piel mientras decía “medialunas, vigilantes, churros, tortitas negras, bolas de fraile, sacramentos, cañoncitos de dulce de leche como te gustan a vos, pan de leche, berlinesas” y el libro de Cook que fingía leer me temblaba atonalmente. El gordo soltó el diario, se aflojó la corbata y tomó por la cintura a la nena para hablarle al oído y decirle que las berlinesas y bolas de fraile eran lo mismo. Ella lo escuchaba atentamente. Se colgó de su hombro y pegó su cuerpito al del gordo. Pude ver como le acariciaba las piernas con su mano entintada mientras ella reía. Se levantaron y fueron hasta el mostrador. La madre cruzó unas palabras con el gordo y ofuscada se sentó a mi lado. Olía a naranjos.
“…Estrella del Litoral anuncia su partida de la hora 15.30
con destino a Foz de Iguazú por plataforma número 17…”
Desde mi asiento “pasillo” podía ver a la nena en su asiento “pasillo”. Leía el último de la Rowling con una pierna por encima del apoyabrazos que levantaba cuando algún pasajero iba al baño.
No entendía las letras de Cook. En el asiento “ventanilla” dormía, seguramente drogado, un pendejo con pinta de stripper con su culo rozándome la cintura. De a ratos me distraía mirando sus gestos faciales, le tocaba la nariz con el boleto o con los dedos y se le retorcían las cejas, mejillas y se arrugaba su nariz.
Hasta que desperté. Es decir, me dormí y me desperté a las tres y veinte de la madrugada. El stripper se había tapado la cara con una campera de jean y aún así se oían sus ronquidos.
Busqué a la nena y no pude distinguirla en la oscuridad. Apenas algunas luces rojas que traían los autos de la ruta. Tenía la boca pastosa y los ojos hinchados así que fui al baño.
El gordo pulido dormía mientras la madre lo frotaba metiendo la mano entre los botones de la camisa. El asiento de la nena estaba vacío y el libro de la Rowling abierto a la mitad.
Llegué al baño justo cuando se abría la puerta y me ahogué en adrenalina.
La nena se acomodaba el corpiñito mirando hacia abajo con el botón del pantalón desabrochado.
-Disculpáme, pero ¿vos sabés por qué ruta estamos viajando?
Suspiró revoleando los ojos, sin temor, sin saber.
-Ah… vamos por la 14…La ruta de la muerte. ¿Qué harías si hoy te morís?- mis ojos estaban abiertos como dos huevos. No le di tiempo a decir nada. Le tapé la boca y de un golpe entramos al baño.
Su piel era suave, sin pelos, brillosa. Decía “por favor no”, “por favor no” y lloraba silenciosa con mi mano cubriéndole la boca. Su ombligo era dulce, el pantaloncito cedió fácilmente y la remera le quedaba mejor puesta que en el piso.
Me costó juntar los dedos para subirme la bragueta. Ella tiritaba sin decir una palabra, sentada en el inodoro. Mis caricias no le llegaban, su rostro estaba colorado, sonrojado. Me levanté y cerré los ojos, que me viera cerrar los ojos. Queda acá. En el pasillo el gordo me miró y le guiñé un ojo mientras terminaba de ajustarme la bragueta y el cinturón. Torpe. Lento. Me senté y la vi llegar a su asiento. La nena levantó el libro de Harry Potter y lo cerró. No volvió a leer.
Ahora sí me podía concentrar en la lectura de Cook.
3 comentarios:
grande funes, yo soy uno de los q se tuvo q ir, pero contra mi voluntad, la próxima prometo quedarme hasta el final, gracias x el libro y a mi también me encantaría participar de alguna de las reuniones
abrazzzz
aguante el último de los tucumanos, carajo!
concha 'e su madre!
siiiiiii, aguante, aguante!!!
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