Ruta 4
(en progreso)
(en progreso)
7. Una combinación de hechos desastrosos
Salimos de Pergamino con un olor a azufre encima que no pudimos explicar. Apenas nos metimos en el auto empezamos a inquietarnos. Con las ventanas bajas durante la salida de la ciudad, fue tan insoportable el corto trayecto, que decidimos volver hasta un lava–autos para que se encarguen de la limpieza del vehículo. No estoy acostumbrado a los malos olores. No, por lo menos, durante más de unos segundos.
Entramos en una estación de servicio. Decía “promoción lavado pick up 15 pesos”. No era caro así que por un auto supuse que cobrarían menos. Lo extraño fue que, a pesar del mal olor y la desorientación que esto me generaba, pude descubrir que no había empleados a la vista. La estación de servicio no estaba cerrada, al contrario. Cuando entramos al “Snack Bar”, vimos que la televisión estaba prendida, un par de las cinco cabinas telefónicas tenían el tubo descolgado, la máquina del café vociferaba unos ruidos violentos, como si alguien tuviera que poner la taza debajo del colador y el mostrador en el que se ubicaba el cajero estaba un poco sucio y desordenado. El televisor mostraba una publicidad de un masajeador electrónico para bajar de peso. La promoción incluía unas pastillas para adelgazar. Un complemento vitamínico.
El Snack Bar parecía abandonado recientemente.
Rosita miraba la pantalla de tv, hipnotizada por los abdominales de los modelos que le recordarían al adorable Rogelio, imaginé, por lo que no vio a la chiquita de pelo negro, lacio, en vestidito de comunión, avejentado, ofreciendo unas estampitas, a un lado de los surtidores, gesticulando como si de su boca saliera un bozarrón.
No había nadie más que ella en el lugar.
–¡Ey, ey, nena! ¡¡Nenita, vení!!
La chiquita se alejaba sin escuchar mis gritos por lo que corrí para alcanzarla.
–¡¡Ey, te compro!! ¡¡Todo, te compro todo!!
Cuando la alcancé me paralizó darme cuenta de que estaba en blanco y negro; sus mejillas, su vestidito de comunión, su boca suavecita. Y que sus gritos, las venas en su cuello, la mirada perdida en el horizonte, daban la impresión de que ella misma fuera una estampita salida de quién sabe qué época a reclamar un espacio en el parnaso de los dioses paganos. Sin embargo, no emitía ningún sonido. Me fijé en las estampitas y una repentina oscuridad me impidió distinguir la ilustración. Miré al interior del Snack Bar y busqué desesperado a Rosita. Las nubes ennegrecían con una violencia de trueno y, apenas hice un paso, comenzó a llover a cántaros como si cayera agua de una bañera celestial. Rosita miraba la tele justo debajo del gran aparato, hipnotizada y de repente lo peor: una sombra enorme, un hombre musculoso, con una fuerza descomunal, apareció detrás del mostrador y caminó lentamente hasta donde estaba Rosita. La tomó de la cintura y la colgó de sus hombros como una bufanda. Mis gritos no se oyeron pero el monstruoso humanoide salió del Snack Bar con ella a cuestas observándome de reojo. Rosita no se quejaba, parecía dormida. En mi expresivo reclamo tropezé con un escalón y me golpeé el mentón contra el piso. El ardor y la viscosidad que sentía debajo de mis labios me mareó un poco. La realidad se había desenderezado y un ligero mareo me adaptó y tranquilizó; hay que estar mareado para entender algunas cosas.
Salimos de Pergamino con un olor a azufre encima que no pudimos explicar. Apenas nos metimos en el auto empezamos a inquietarnos. Con las ventanas bajas durante la salida de la ciudad, fue tan insoportable el corto trayecto, que decidimos volver hasta un lava–autos para que se encarguen de la limpieza del vehículo. No estoy acostumbrado a los malos olores. No, por lo menos, durante más de unos segundos.
Entramos en una estación de servicio. Decía “promoción lavado pick up 15 pesos”. No era caro así que por un auto supuse que cobrarían menos. Lo extraño fue que, a pesar del mal olor y la desorientación que esto me generaba, pude descubrir que no había empleados a la vista. La estación de servicio no estaba cerrada, al contrario. Cuando entramos al “Snack Bar”, vimos que la televisión estaba prendida, un par de las cinco cabinas telefónicas tenían el tubo descolgado, la máquina del café vociferaba unos ruidos violentos, como si alguien tuviera que poner la taza debajo del colador y el mostrador en el que se ubicaba el cajero estaba un poco sucio y desordenado. El televisor mostraba una publicidad de un masajeador electrónico para bajar de peso. La promoción incluía unas pastillas para adelgazar. Un complemento vitamínico.
El Snack Bar parecía abandonado recientemente.
Rosita miraba la pantalla de tv, hipnotizada por los abdominales de los modelos que le recordarían al adorable Rogelio, imaginé, por lo que no vio a la chiquita de pelo negro, lacio, en vestidito de comunión, avejentado, ofreciendo unas estampitas, a un lado de los surtidores, gesticulando como si de su boca saliera un bozarrón.
No había nadie más que ella en el lugar.
–¡Ey, ey, nena! ¡¡Nenita, vení!!
La chiquita se alejaba sin escuchar mis gritos por lo que corrí para alcanzarla.
–¡¡Ey, te compro!! ¡¡Todo, te compro todo!!
Cuando la alcancé me paralizó darme cuenta de que estaba en blanco y negro; sus mejillas, su vestidito de comunión, su boca suavecita. Y que sus gritos, las venas en su cuello, la mirada perdida en el horizonte, daban la impresión de que ella misma fuera una estampita salida de quién sabe qué época a reclamar un espacio en el parnaso de los dioses paganos. Sin embargo, no emitía ningún sonido. Me fijé en las estampitas y una repentina oscuridad me impidió distinguir la ilustración. Miré al interior del Snack Bar y busqué desesperado a Rosita. Las nubes ennegrecían con una violencia de trueno y, apenas hice un paso, comenzó a llover a cántaros como si cayera agua de una bañera celestial. Rosita miraba la tele justo debajo del gran aparato, hipnotizada y de repente lo peor: una sombra enorme, un hombre musculoso, con una fuerza descomunal, apareció detrás del mostrador y caminó lentamente hasta donde estaba Rosita. La tomó de la cintura y la colgó de sus hombros como una bufanda. Mis gritos no se oyeron pero el monstruoso humanoide salió del Snack Bar con ella a cuestas observándome de reojo. Rosita no se quejaba, parecía dormida. En mi expresivo reclamo tropezé con un escalón y me golpeé el mentón contra el piso. El ardor y la viscosidad que sentía debajo de mis labios me mareó un poco. La realidad se había desenderezado y un ligero mareo me adaptó y tranquilizó; hay que estar mareado para entender algunas cosas.
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2 comentarios:
No quiero andar molineando por ahí, pero qué grosso.
Qué hacés, Grandote!!
Qué alegría que pases... bah, alegría responder un coment tuyo.
Abz, Eib!
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