Por Walter Lezcano
No creo en Dios. Pero creo fervientemente en la feria de Solano. Es un verdadero acto de fe ir cada miércoles y sábado a patear y buscar y, en una de esas, encontrar esas páginas que uno tanto busca. Yo busco libros, cada uno con su mambo, pero si vos vas te podés encontrar con cualquier cosa, lo que te imagines. Desde herramientas hasta platos de porcelanas, desde devedés de películas recién estrenadas en el cine hasta piezas ortopédicas. Todo por un precio increíble. La feria en ese sentido también tiene una cualidad religiosa: es generosa. Por unos pocos morlacos la felicidad se materializa en formas impensadas y atractivas. Ahí descubrís aquello que tu corazón te está pidiendo. Por supuesto, eso no lo sabés hasta que lo tenés enfrente. Y agradecés.
Al fondo de Quilmes, en el área oscura y despiadada, se ubica esta maravilla emergente que tuvo ese origen a partir del empobrecimiento de una amplia zona del país que siempre se creyó aristócrata.
Este suelo con nombre de santo se llama San Francisco Solano y es famoso por dos cosas: un alto índice de delitos y Nazarena Vélez. Así es, ella es nuestra máxima contribución al mundo de la cultura. Y esto lo digo sin ironía. En ella se plasman muchas de las obsesiones de nuestro ser nacional: fama injustificada, vacío parlamentario y un buen orto.
La feria nace en la 844, la calle comercial de nuestra floreciente ciudad, y no se sabe donde termina. Cuando aterriza la feria se moviliza el mundo. Los colectivos cambian sus recorridos, los quioscos de los alrededores salvan el mes, la avenida se convierte en peatonal y las veredas se amontonan de seres desesperados.
Cada día se suman nuevos rostros a esta numerosa familia sin patriarca visible. No es una buena noticia. Son esos que se cayeron del piso. Sin seguridad, se mandan a la feria para rescatar unos pesos para ir tirando o tirarlos al quiosco por unas birras. Esto ocurre porque la feria tiene dos sectores bien delimitados, como toda sociedad injusta. Un encanto capitalista. La zona de los poderosos que llega hasta la avenida San Martín. Ellos tienen sus puestos, que lo ven como un local glamoroso, su mercadería tiene dudosa procedencia y se muestra como de primera calidad. Son los que venden ropa, zapatillas, esa onda. Algunos tienen uno o dos empleados para negrearlos bien y, de paso, ponerles fichas a su helado ego. Saben hacer negocios. Los que necesitan cubrirse con telas que den personalidad de vidriera y que tengan algún símbolo del tipo una que sepamos todos la recorren con los ojos desorbitados.
Yo nunca voy a esa parte.
Luego, de San Martín para el otro lado, nace the best zone. Un territorio surrealista marcado por la improvisación y el descontrol. Esos tipos hacen free jazz con lo que consiguen andá a saber dónde. ¿Importa eso? Ni ahí, pero te cuento. Muchos cartonean, otros reciben donaciones y hacen un pasamanos, y los demás roban. Nada que no suceda ahora mismo, por decir algo, en el Abasto Shopping.
Esta dimensión desconocida tiene sus leyes propias y sus visitantes asiduos. Y como es un territorio marcado por la escasez, hay unos pillos que se quieren quedar con las migajas y para repartirlas buscan los mejores postores. La movida viene así: hay gente que para poner un puesto del tamaño de una uña bebé, te cobra. La vereda tiene dueño. Leyes propias. Por Donato Alvarez yendo para Pasco, la feria rodea con sus puestos el asqueroso arroyo. Hace poco se sumó como predio el campo enorme que está en San Martín y Donato. La pobreza acá nao tem fin.
Los buscas de esta parte tiran unos trapos al suelo o despliegan frágiles mesas espontáneas y te exponen la merca. Nunca es nueva (la Ley de la Experiencia). No tiene un precio establecido (La Ley de la Creatividad). Y jamás la repiten (La Ley de la Originalidad). Leyes propias. Una semana te venden ollas Essen y a la otra una silla de ruedas. Con una vieja utilizada de maniquí.
A esa parte la pateo de punta a punta. No soy el único. Yo les veo la jeta y los reconozco a los que no son de las bandas vecinas. Esos baby face muestran la hilacha y pagan más que nosotros, los horrendo face. Se van contentos con las bolsas llenas, pensando que la sacaron barata. Pero fueron empomados como corresponde: con felicidad y predisposición mutua.
Y revisando en cajones viejos y pilas de textos inservibles encontré los mejores libros. De esos grosos que uno los cuida como si fuera una hermana menor. Hoy se reparten en los estantes de mi biblioteca dándole un brillo que no lo hubiese conseguido de otra manera.
La memoria me patea la nuca. Si, conseguí La conjura de los necios de ese necio llamado John Kennedy Toole a dos pesos. Esto fue a hace unos años. Las cosas no cambiaron demasiado. Esta gente te pone esos libros al alcance de la curiosidad y hay que desechar muchos papeles inservibles para hallarlos. Pero están. Hay que arrodillarse, de nuevo lo religioso, y meter mano y, claro, loco, ensuciarse. De esto también se trata la literatura.
La ficción entonces como una frondosa borrachera, un mágico viaje que te pega en un lugar muy difícil de precisar ocurrió ese día que terminé Bajo el volcán del marciano Malcom Lowry. En la feria me lo vendieron a tres pesos porque no tenía las tapas. ¿Y a mi qué carajo me importaba eso? Y cuando encontré a un peso, en un cajón de verduras, La república de Platón, en una edición de Eudeba que tenía un estudio introductorio de más de cien páginas me puse colorado. Nunca pisé una universidad, será eso. Me lo leí en unos meses y todavía lo estoy entendiendo. Pasa, y es parte del género fantástico. Como esas ediciones de Bruguera, las viejas y gloriosas, que me hicieron conocer al finado Ballard, al cuerdo Burroughs, a Stanislaw Lem, a Bradbury. Ah, y Vonnegut, qué experiencia leer Matadero cinco. Entre otros. Cada uno a cuatro pesos.
Y siguen los encuentros, te lo juro.
Hay que ir a la feria de Solano como se va a una catedral devastada y politeísta. Con ganas de creer en imposibles y no calentarse si no aparece nada. La próxima estación puede ser nuestra posibilidad. Está bueno eso. Un lugar donde la esperanza siempre se enciende a la luz del día. No es poco, ¿no?
Al fondo de Quilmes, en el área oscura y despiadada, se ubica esta maravilla emergente que tuvo ese origen a partir del empobrecimiento de una amplia zona del país que siempre se creyó aristócrata.
Este suelo con nombre de santo se llama San Francisco Solano y es famoso por dos cosas: un alto índice de delitos y Nazarena Vélez. Así es, ella es nuestra máxima contribución al mundo de la cultura. Y esto lo digo sin ironía. En ella se plasman muchas de las obsesiones de nuestro ser nacional: fama injustificada, vacío parlamentario y un buen orto.
La feria nace en la 844, la calle comercial de nuestra floreciente ciudad, y no se sabe donde termina. Cuando aterriza la feria se moviliza el mundo. Los colectivos cambian sus recorridos, los quioscos de los alrededores salvan el mes, la avenida se convierte en peatonal y las veredas se amontonan de seres desesperados.
Cada día se suman nuevos rostros a esta numerosa familia sin patriarca visible. No es una buena noticia. Son esos que se cayeron del piso. Sin seguridad, se mandan a la feria para rescatar unos pesos para ir tirando o tirarlos al quiosco por unas birras. Esto ocurre porque la feria tiene dos sectores bien delimitados, como toda sociedad injusta. Un encanto capitalista. La zona de los poderosos que llega hasta la avenida San Martín. Ellos tienen sus puestos, que lo ven como un local glamoroso, su mercadería tiene dudosa procedencia y se muestra como de primera calidad. Son los que venden ropa, zapatillas, esa onda. Algunos tienen uno o dos empleados para negrearlos bien y, de paso, ponerles fichas a su helado ego. Saben hacer negocios. Los que necesitan cubrirse con telas que den personalidad de vidriera y que tengan algún símbolo del tipo una que sepamos todos la recorren con los ojos desorbitados.
Yo nunca voy a esa parte.
Luego, de San Martín para el otro lado, nace the best zone. Un territorio surrealista marcado por la improvisación y el descontrol. Esos tipos hacen free jazz con lo que consiguen andá a saber dónde. ¿Importa eso? Ni ahí, pero te cuento. Muchos cartonean, otros reciben donaciones y hacen un pasamanos, y los demás roban. Nada que no suceda ahora mismo, por decir algo, en el Abasto Shopping.
Esta dimensión desconocida tiene sus leyes propias y sus visitantes asiduos. Y como es un territorio marcado por la escasez, hay unos pillos que se quieren quedar con las migajas y para repartirlas buscan los mejores postores. La movida viene así: hay gente que para poner un puesto del tamaño de una uña bebé, te cobra. La vereda tiene dueño. Leyes propias. Por Donato Alvarez yendo para Pasco, la feria rodea con sus puestos el asqueroso arroyo. Hace poco se sumó como predio el campo enorme que está en San Martín y Donato. La pobreza acá nao tem fin.
Los buscas de esta parte tiran unos trapos al suelo o despliegan frágiles mesas espontáneas y te exponen la merca. Nunca es nueva (la Ley de la Experiencia). No tiene un precio establecido (La Ley de la Creatividad). Y jamás la repiten (La Ley de la Originalidad). Leyes propias. Una semana te venden ollas Essen y a la otra una silla de ruedas. Con una vieja utilizada de maniquí.
A esa parte la pateo de punta a punta. No soy el único. Yo les veo la jeta y los reconozco a los que no son de las bandas vecinas. Esos baby face muestran la hilacha y pagan más que nosotros, los horrendo face. Se van contentos con las bolsas llenas, pensando que la sacaron barata. Pero fueron empomados como corresponde: con felicidad y predisposición mutua.
Y revisando en cajones viejos y pilas de textos inservibles encontré los mejores libros. De esos grosos que uno los cuida como si fuera una hermana menor. Hoy se reparten en los estantes de mi biblioteca dándole un brillo que no lo hubiese conseguido de otra manera.
La memoria me patea la nuca. Si, conseguí La conjura de los necios de ese necio llamado John Kennedy Toole a dos pesos. Esto fue a hace unos años. Las cosas no cambiaron demasiado. Esta gente te pone esos libros al alcance de la curiosidad y hay que desechar muchos papeles inservibles para hallarlos. Pero están. Hay que arrodillarse, de nuevo lo religioso, y meter mano y, claro, loco, ensuciarse. De esto también se trata la literatura.
La ficción entonces como una frondosa borrachera, un mágico viaje que te pega en un lugar muy difícil de precisar ocurrió ese día que terminé Bajo el volcán del marciano Malcom Lowry. En la feria me lo vendieron a tres pesos porque no tenía las tapas. ¿Y a mi qué carajo me importaba eso? Y cuando encontré a un peso, en un cajón de verduras, La república de Platón, en una edición de Eudeba que tenía un estudio introductorio de más de cien páginas me puse colorado. Nunca pisé una universidad, será eso. Me lo leí en unos meses y todavía lo estoy entendiendo. Pasa, y es parte del género fantástico. Como esas ediciones de Bruguera, las viejas y gloriosas, que me hicieron conocer al finado Ballard, al cuerdo Burroughs, a Stanislaw Lem, a Bradbury. Ah, y Vonnegut, qué experiencia leer Matadero cinco. Entre otros. Cada uno a cuatro pesos.
Y siguen los encuentros, te lo juro.
Hay que ir a la feria de Solano como se va a una catedral devastada y politeísta. Con ganas de creer en imposibles y no calentarse si no aparece nada. La próxima estación puede ser nuestra posibilidad. Está bueno eso. Un lugar donde la esperanza siempre se enciende a la luz del día. No es poco, ¿no?
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4 comentarios:
Genial Lezcano, otra vez, para variar. Hay poquisimos escritores con esta precisa mirada social, de rayos X, diria.
La de Ezpeleta también está piola.
Linda zona.
Buena prosa máster. Abrazo.
linda crónica walter
y una buena manera de alimentar la biblioteca, me daré una vuelta cuando pueda a revolver un poco esos cajones
salute
sorprendentemente reales tus comentarios sobre esta recorrida fantástica de las calles en las q me crié, crecí y me formé. Que decir de los libros, allí encontré joyas de la literatura y la Historia q atesoro en mi gran biblioteca.Gracias Walter!!
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