A P. M.
Cuando quiero escribir voy al baño. Siempre que puedo, llevo música. No más de dos temas. Suficiente para inundarme de un majestuoso cinismo alegre. A veces, cuando me empacho de poesía, salgo y voy más liviano; el mundo me parece una bosta y hasta creo que no hace falta afectarlo con mi presencia.
Eso a veces.
Otro tanto me sucede cuando voy al Chino de Corrientes y Ecuador. Me atiende una cajera hermosa, pálida y panzona, con quien hablamos de pañales y chupetes. Llegando a mi casa, puteo por lo bajo. No por el peso de las arvejas, el vino y el sachet de leche. No. Ni el precio. No. O porque las llaves las haya guardado en el bolsillo con cierre relámpago. No. Puteo porque quisiera ser chino en un país, como éste, de marmotas. Quisiera ser panzona o poeta, lo mismo me van a recomendar que coma liviano. Pero no puedo. Y si me miro fijo al espejo voy a darme cuenta de que no tengo el aguante. Por eso no me miro al espejo ni reflexiono; yo voy al baño.
Tampoco releo. Como cuando descubro una chica en una esquina y nunca más la vuelvo a ver. Disfruto más de mi memoria que de su belleza. Tal vez tenga un lunar con pelos, una cicatriz en el lugar menos pensado; no importa, para mí tendrá el sabor de la única vez. Una vez intensa; de muchos colores, de muchos olores.
Ahora estoy en el baño. Escribiendo. Una camiseta blanca 30 por ciento algodón y un calzoncillo gris con letras negras. También tiene líneas azules. Muy finitas. Verticales. Me hacen más flaco. Y medias grises con agujero en el talón. Tengo calor. Recién vengo del entierro de mi madre. La última semana estuvo en el Hospital por una grave enfermedad que la transformó en una luchadora inagotable. Antes solo era la madre de tres jóvenes hombres de las letras. Luego de internada fue Súper Chica, la Mujer Maravilla y no sé cuántos apodos más que cada día le encontraban las enfermeras para elogiar su fuerza de voluntad. Punto a punto la Muerte pijoteó el as de la manga, gracias a la seductora personalidad de mi madre, y provocó un tie brake memorable.
−Me vas a llevar, pero conmigo caerán unos miles...− nos decía mirándonos a los ojos como si fuéramos la cámara y todos simulábamos sonreír. Soltábamos la carcajada redentora y le apretábamos las manos con lágrimas en los ojos.
Mientras esperaba el horario de visita, se entretenía con el reproductor Mp3. Se lo había regalado una prima de Bahía Blanca. Mi madre decía que les daba culpa y por eso le hacían regalos. Para antes de que se muera:
−Son unos mierda, me dan ganas de morirme, hijo. Antes que ver cómo la gente se vuelve hipócrita; me quedo con la imagen que tengo de ellos y me voy a la mierda. Para qué éstos símbolos... − se preguntaba mirando al techo.
Se veían una vez cada tres años y a ella le parecía bien.
−¿Para qué verla más seguido si es insoportable? Encima esta ciudad la odia.
En el auricular sonaba, durante horas, una sola canción; tremenda, aguda, voraz. No pudo dejar de escucharla nunca. Una y otra vez. El arpegiado feroz, inabarcable, la revivía constantemente. Mi madre decía que nacía, vivía y moría en tres minutos cuarenta. Me contó que su problema de salud era una papa al lado del problema de explicar lo que sentía cuando sonaba esa canción. Que todas las tardes, a la misma hora, las enfermeras la dejaban sola para que oyera cada nota de su vida. Porque, decía, las cuatro o cinco partes de la canción representaban las cuatro o cinco partes de su vida. Su infancia, sus padres, sus amigas, sus novios, sus trabajos, sus frustraciones, sus problemas, sus problemas, sus problemas, su hijo, su hijo, su hijo, su marido, la muerte de su marido, “mi padre, mamá, mi padre”:
−Sí, tu padre, ese tremendo hijo de puta. Cómo me hacía reír a veces.
Y cada vez que sonaba esa canción le caía una lágrima porque confirmaba que había llegado la hora; debía morir sin penas ni alegría. No se arrepentía de nada pero no le quedaba más por hacer.
−Tampoco me apena haber descubierto recién ahora esta preciosa canción, hijo. Tampoco.
Había disfrutado de una vida hermosa. Y le tocó despedirla.
Ahora estoy en el baño. Empecé a transpirar. Cuando tacho las páginas y se rompen por mis exageradas expectativas, yo transpiro. No me conforma corregir. Me vuelvo idiota. Lo sé y por eso me alejo de los espejos.
Traje música. Un sólo tema. Lo único que me queda de mamá.
4 comentarios:
Excelente, Funes!! Lo felicito.
Ay, ay bellísimo relato! Me dejé llevar por la emoción que me provocó su lectura, y el poder expansivo que eso implica.
Abrazo gigante, querido Funes
Muchas gracias por pasar chicos.
Saludos también.
Uf... Tremendo, amigo. Tre-men-do. Es así: hay que creerte como maestro de ceremonias, no queda otra. (http://bit.ly/1IX3pV) Abrazo.
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