Por Funes
Jueves a la noche. Semana de brisas. Sin excepciones para esa noche. Un hombre, barbudo, flaco, cansado, acomoda restos de una licuadora sin botones en su carro. Otro hombre, pasea a su perro dálmata con la correa de cuero por las calles interiores de Ramos Mejía. Una pareja pasea por los restaurants elegantes de la zona céntrica, también Ramos. Pongamosle nombre a cada personaje: el Paseador y su perro, el Recolector y Funes y Luna.
El Paseador pensaba en cada vez que tenía que levantar la mierda de su perro. Un perro con clase caga mierda con clase. Pero sea del perro que sea, la mierda huele a mierda igual. Es verdad que la clase está en la forma, en la textura, en la delicadeza de las caderas al depositar el sorete. Pero la mierda huele a mierda. Y al Paseador eso no lo contenta mucho. Tiene este compromiso con el Código de Convivencia Urbana y no siente como una carga llevar la bolsita de papel para levantar del piso los soretes de su dálmata sin nombre. No vamos a decir (Tucho) el nombre del perro porque no tiene relevancia. Hay personajes que a veces, con su mención, están abusando del espacio que les corresponde a otros. Sí hay que mencionar que el paseo para el Paseador no es ocioso sino trabajoso.
El cansado Recolector, llevaba dos días sin dormir. Sus vecinos habían querido robarle el lavarropas que tenía detrás de su cama en su casa de San Justo. La villa detrás de Provincias Unidas. El lavarropas funcionaba y aún así lo arrojaron a la basura. El Recolector tuvo que vaciar su carro que contenía cartones y botellas de todo un día de trabajo con cierto desgano. El caballo que tiraba del carro, aquél día, se sintió aliviado. Un día sin tanto peso le daban energías para tirar largo y parejo en el recorrido. El Recolector tenía que recuperar el canje que había hecho para tener un lavarropas dos noches atrás. Esa noche oyó detrás de la ventana un murmullo que lo despertó y fue la primera vez que empuñó el arma para defenderse. Otras dos veces había empuñado el arma antes: para probarla cuando la compró, la primera, y para ajustar la puntería en los talleres ferroviarios de Haedo la segunda. No pasó a mayores aunque la angustia lo desveló dos noches. Cuando encontró la licuadora pensó que había sido suficiente y volvía a San Justo. Era jueves y los jueves tiene que terminar temprano porque el viernes arranca a las seis de la mañana limpiando al caballo. Tarea nada fácil.
Funes y Luna se divertían pensando en futuras cenas, futuros viajes, futuros espacios para cada uno. Ninguno de los dos querría hacer nada sino pasear juntos por horas, días, meses, años. Ser millonarios para viajar por el mundo y conocer lugares. Cuba, asunto siempre pendiente; España quizás. Viajar. Esa es una buena excusa para estar juntos. O no. Los restaurantes estaban abiertos para quienes podían. Ellos planeaban y paseaban. Se reían y nada más. Funes quiso volver en tren y Luna recomendó el colectivo al ver uno detenido a menos de cien metros de la estación. Sonó la sirena de los bomberos. Tres veces sostuvo su agudo grito la sirena. "Alguien me dijo", decía Funes, "que cada sirenazo, si se me permite la expresión", hablaba en ese tono pedante que emplea cuando alardea de obsoletos conocimientos "significan un hecho distinto: si es un sirenazo, es un incendio; si son dos, un asesinato; y si son tres... bueno si son tres ya averiguaré en la estación de Ramos, ¿no?" Luna lo despidió con esa simpatía que rodeó de ternura la torpeza de Funes y entró en su casa.
Un rato antes, el Recolector de basura, se había distraído viendo a una pareja que caminaban y reían y se besaban y se abrazaban y se querían a pesar del pudor de los vecinos. A él le recordó viejos tiempos y detuvo la marcha del carro para pensar un minuto mientras fumaba un cigarrillo. Su vida había girado tantas veces que el la comparaba con una tómbola. De a ratos quería volver a su paz y de a ratos quería abandonarlo todo, quería olvidarse, quería apagarse, dejarse llevar por la miseria de los buitres que siempre sobrevuelan. No era la primera vez que reflexionaba sobre el suicidio.
El Paseador se cansó de esperar que su dálmata sin nombre cagara y tuvo ganas de volver a su casa. Tenía "Minority Report" para estrenar su Dvd Player y la ansiedad lo hizo desandar camino a disgusto de su perro.
Jueves a la noche. Semana de brisas. Sin excepciones para esa noche. Un hombre, barbudo, flaco, cansado, acomoda restos de una licuadora sin botones en su carro. Otro hombre, pasea a su perro dálmata con la correa de cuero por las calles interiores de Ramos Mejía. Una pareja pasea por los restaurants elegantes de la zona céntrica, también Ramos. Pongamosle nombre a cada personaje: el Paseador y su perro, el Recolector y Funes y Luna.
El Paseador pensaba en cada vez que tenía que levantar la mierda de su perro. Un perro con clase caga mierda con clase. Pero sea del perro que sea, la mierda huele a mierda igual. Es verdad que la clase está en la forma, en la textura, en la delicadeza de las caderas al depositar el sorete. Pero la mierda huele a mierda. Y al Paseador eso no lo contenta mucho. Tiene este compromiso con el Código de Convivencia Urbana y no siente como una carga llevar la bolsita de papel para levantar del piso los soretes de su dálmata sin nombre. No vamos a decir (Tucho) el nombre del perro porque no tiene relevancia. Hay personajes que a veces, con su mención, están abusando del espacio que les corresponde a otros. Sí hay que mencionar que el paseo para el Paseador no es ocioso sino trabajoso.
El cansado Recolector, llevaba dos días sin dormir. Sus vecinos habían querido robarle el lavarropas que tenía detrás de su cama en su casa de San Justo. La villa detrás de Provincias Unidas. El lavarropas funcionaba y aún así lo arrojaron a la basura. El Recolector tuvo que vaciar su carro que contenía cartones y botellas de todo un día de trabajo con cierto desgano. El caballo que tiraba del carro, aquél día, se sintió aliviado. Un día sin tanto peso le daban energías para tirar largo y parejo en el recorrido. El Recolector tenía que recuperar el canje que había hecho para tener un lavarropas dos noches atrás. Esa noche oyó detrás de la ventana un murmullo que lo despertó y fue la primera vez que empuñó el arma para defenderse. Otras dos veces había empuñado el arma antes: para probarla cuando la compró, la primera, y para ajustar la puntería en los talleres ferroviarios de Haedo la segunda. No pasó a mayores aunque la angustia lo desveló dos noches. Cuando encontró la licuadora pensó que había sido suficiente y volvía a San Justo. Era jueves y los jueves tiene que terminar temprano porque el viernes arranca a las seis de la mañana limpiando al caballo. Tarea nada fácil.
Funes y Luna se divertían pensando en futuras cenas, futuros viajes, futuros espacios para cada uno. Ninguno de los dos querría hacer nada sino pasear juntos por horas, días, meses, años. Ser millonarios para viajar por el mundo y conocer lugares. Cuba, asunto siempre pendiente; España quizás. Viajar. Esa es una buena excusa para estar juntos. O no. Los restaurantes estaban abiertos para quienes podían. Ellos planeaban y paseaban. Se reían y nada más. Funes quiso volver en tren y Luna recomendó el colectivo al ver uno detenido a menos de cien metros de la estación. Sonó la sirena de los bomberos. Tres veces sostuvo su agudo grito la sirena. "Alguien me dijo", decía Funes, "que cada sirenazo, si se me permite la expresión", hablaba en ese tono pedante que emplea cuando alardea de obsoletos conocimientos "significan un hecho distinto: si es un sirenazo, es un incendio; si son dos, un asesinato; y si son tres... bueno si son tres ya averiguaré en la estación de Ramos, ¿no?" Luna lo despidió con esa simpatía que rodeó de ternura la torpeza de Funes y entró en su casa.
Un rato antes, el Recolector de basura, se había distraído viendo a una pareja que caminaban y reían y se besaban y se abrazaban y se querían a pesar del pudor de los vecinos. A él le recordó viejos tiempos y detuvo la marcha del carro para pensar un minuto mientras fumaba un cigarrillo. Su vida había girado tantas veces que el la comparaba con una tómbola. De a ratos quería volver a su paz y de a ratos quería abandonarlo todo, quería olvidarse, quería apagarse, dejarse llevar por la miseria de los buitres que siempre sobrevuelan. No era la primera vez que reflexionaba sobre el suicidio.
El Paseador se cansó de esperar que su dálmata sin nombre cagara y tuvo ganas de volver a su casa. Tenía "Minority Report" para estrenar su Dvd Player y la ansiedad lo hizo desandar camino a disgusto de su perro.
1 comentario:
Me hizo acordar mucho a amores perros este texto.. no sé si fue esa su intención Funes, pero a mi me pasó eso.
Identificado a pleno con el recolector, me siento.
Salud.
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